viernes, 1 de mayo de 2009

Ideales y Poder – Primer Borrador

No recuerdo de quien leí esta cita:

“El político hace creer que sirve a los hombres cuando en realidad se sirve de ellos”

La dinámica del poder empieza por un cuerpo ideológico que puede ser más o menos vigoroso, sano, simétrico, atractivo, resistente, avejentado, etc; que se pone en movimiento empujado por la esencia y deseos de la persona política.

Todo proceso de maduración implica cierta renuncia. Lo que ha de hipotecar el individuo político para crecer y acceder a sus objetivos, la moneda de intercambio personal con la que cuenta, es su cuerpo ideológico. En el terreno partidista a esto lo conocemos como pactos. El recorrido de crecimiento de un político implica contravenir ideas en las que cree; pacta para acceder a una posición que le permita, tal vez al final, ser fiel a su cuerpo ideológico disponiendo de mayor poder a través del cual producir un “bien mayor”.

El agente político más efectivo es el que adolece de cuerpo ideológico y no tiene otro apego que sus objetivos. Él será capaz de pactarlo todo cada vez y contradecir posturas previas sin sufrimiento, porque ninguna ha sido honesta ni le ha descrito. Nada le describe realmente, cada uno de sus argumentos ha sido construido estratégicamente para acceder al poder. Hablamos de la esencia del pragmático. Quienes hemos experimentado alguna vez pasión por algunas ideas no podemos evitar sentir cierto rechazo por la constante impostura del pragmático, su vacío absoluto y su anestesiada hipocresía. Pero no creo que sea tan fácil despreciarle del todo. Si navegamos en un sistema cuyo fundamento es que los dirigentes satisfagan los deseos de las mayorías sin que importe nada más, (como por ejemplo la coherencia entre deseos diferentes o lo conveniente de sus consecuencias,) el pragmático lo conseguirá; y si no, contrataremos uno más eficiente a través de democráticas vías electorales. Lo que bien podríamos cuestionarnos es la naturaleza de un sistema cuyo fundamento más preponderante es la ciega satisfacción de los deseos de los ciudadanos.

Otro grueso grupo de políticos han de ser los adoloridos. Aquellos que han tenido que sacrificar órganos fundamentales de su cuerpo ideológico para acercarse al poder, y han tenido que ir pactando cosas cada vez más cercanas a sus principios, hasta que no sólo adoptan el pragmatismo más fundamental, sino que lo desarrollan con el venenoso dolor empozado del cínico. Estos son los adoloridos. Lo más duro de esta tipología es que para poder seguir a flote en el mundo del poder que tanto desean, no pueden ya sentir esa pena por la pérdida de los ideales en los que creían. A esas alturas “sentir” sería ablandarse y naufragar. Pero tampoco son capaces de sanar sus heridas, de manera que cobran al poder y al colectivo lo que las circunstancias les han exigido mutilar. Sus acciones se tornan descaradas, desalmadas y egoístas. Abandonan el bien común que en un principio habían abanderado acusando, puertas adentro, a la comunidad (a la sociedad o a la providencia) de haber machacado sus buenas intenciones y destruido su inocencia. En el fondo no se diferencian demasiado de los malos perdedores.

El poder es uno de esos complejos principios universales que no permiten competencia. Cuando hay sed de poder lo demás queda en segundo plano y la totalidad del individuo se orienta al objetivo. No se admiten disidencias internas, errores, cambios de opinión, emociones, disculpas, nada; todo lo que cuenta es el poder. Es, sin duda, uno de los símbolos más peligrosos de la humanidad. Es también uno de los más diabólicos; en el sentido de su posibilidad de presentar tentaciones que demandan sacrificios importantes. Si no existe conciencia del peso de lo sacrificado, el sufrimiento por las consecuencias puede resultar trágico, tanto para la persona política que se ha implicado en el juego como para el colectivo que le rodea.

Forma parte de la naturaleza del ser humano constituir una clase gubernamental cuya función sea afectar aspectos fundamentales de la convivencia y que se ubique por encima del resto de los ciudadanos. Los hechos nos dicen que, aunque es evidente a la razón que tal clase gubernamental es innecesaria, ha existido a lo largo de toda la historia y en todo remoto rincón de la tierra en el que haya habitado el ser humano.

Entonces alguien ha de ejercer el poder, alguien finalmente ha de dedicarse a ser un político. ¿Qué es lo único que necesita para serlo “correctamente”? Me arriesgo a responder que requeriría justamente aquello que los políticos por naturaleza no se pueden permitir: desapego. Un buen político es, ante todo y paradójicamente, alguien que desprecia un poco el poder; y no me refiero a que lo rechace públicamente para proyectar una imagen particular, sino que honestamente no ocupa una posición central en su dinámica personal. No se permite, sin embargo, resbaladizas ingenuidades: está consciente de que interactúa con un símbolo peligroso. Tiene ideales, cualesquiera, pero no está dispuesto ni a imponerlos como triunfantes y puntiagudas banderas, ni tampoco a pactar, o apresurarse porque el momento luzca “propicio” para actuar. Sufre cuando siente que las cosas no se dan como “deberían”, pero acepta que él ocupará una posición de importancia sí y sólo sí esto no implica una impostura personal. El camino del político habría de ser, entonces, algo así como el de los pacientes maestros budistas, a quienes se acercaban confundidos aprendices para exprimir enseñanzas de la vida. Todo auténtico maestro sabe que no lo es.

Esta tercera tipología sería el político alegre, que está dispuesto a ayudar en la medida en que esto no implique el sacrificio de su esencia privada, y que no se percibe a sí mismo como algo distinto de un ciudadano común.

He comentado sólo tres tipologías de un número desconocido de ellas. Más como una manera de acercarnos a la naturaleza de lo político que para desarrollar un esquema tipológico completo.

2 comentarios:

  1. hay un tema que mencionas y quizas pasa un poco por debajo de la mesa: el asunto del motivo. Qué motiva a las personas a incursionar en la política? Ideales? Ambición? Vanidad? Hay algo de autoengaño en el político que habla de ideales?

    Es posible conseguir un político que pueda ser inmune a los delirios del poder o solo es otra utopia mas?

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  2. Los motivos por los cuales alguien se hace político han de ser innumerables. Algunos serán inconvenientes a la sociedad, pero jamás contaremos con una vía para “elegir los deseos de quienes quieren dedicarse a la política.

    Hay políticos idealistas y honestos, pero es cierto que la mayoría pareciera irse dejando de lado por aquellos más oportunistas. En algún artículo que hay por ahí, Axel Capriles se cuestiona por qué la política siempre termina en manos de los “malos”.

    Para atrapar a un ladrón hay que pensar como uno, el policía tiene que ser un poco como su opuesto. Algo semejante sucede con el político honesto, tiene que enfrentarse al oportunista y para ganarle tendrá que parecerse un poco a él. En ese baile de reflejos se juega su propia identidad.

    Yo creo que el político honesto tiene que intentarlo, apostar por el camino correcto, aceptar que puede perder y si no resulta bien intentarlo de nuevo.

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